23.6.12

Bartlebys reunidos


Bartlebys reunidos

¡Ningún libro más por favor!
Partiendo de la premisa de que «toda literatura es la negación de sí misma», sembrada en la conciencia moderna por la mano de Hofmannsthal al hacer la Carta de Lord Chandos en 1902 –supuestamente dirigida a Sir Francis Bacon–, Enrique Vila-Matas se dedica a la noble tarea de rastrear a los numerosos escritores que en algún momento, no sé sabe porqué, fueron tocados por el mortífero Síndrome de Bartleby. El nombre del mal se debe al escribiente que protagonizara el ya famoso cuento de Hermann Melville –incluido en The piazza tales– el cual solía responder a lo que se le pedía: «Preferiría no hacerlo.»

Sabias palabras, y así las cosas, Bartleby y compañía es un homenaje a los escritores sin libro, o, en su defecto, a quienes renunciaron a seguirlos escribiendo tras haber publicado uno. He aquí un maravilloso y divertido manual de batalla para decirle no a la literatura.


¡Basta de escritores suicidas!
A pesar de lo fácil que sería seguir la pista de los autores que optaron por el suicidio, Vila-Matas comenta que en su «cuaderno de notas sin texto» –así lo denomina– «no va a haber mucho espacio para bartlebys suicidas, no me interesan demasiado, pues pienso que en la muerte por propia mano faltan los matices, las sutiles invenciones de otros artistas –el juego, a fin de cuentas, siempre más imaginativo que el disparo en la sien– cuando les llega la hora de justificar su silencio.»

La aclaración sobra en realidad, porque el compendio se disfruta lo mismo con sangre que sin ella. Y no faltan las historias trágicas, como la de Juan Ramón Jiménez en vísperas de recibir el Premio Nobel. Por aquellos días, su esposa, que venía arrastrando un cáncer, fallece tras un tratamiento radiológico excesivo que le quema la matriz, y él, furioso, revuelve los escritos que ella había ordenado durante años. O la de Guy de Maupassant, que al creerse inmortal se metió dos disparos de fusil en la sien y, todavía más loco, al ver que continuaba vivo, se tajó la garganta.

Bartleby y compañía, para qué negarlo, contagia buen humor. No se trata de un libro triste, de ésos que invitan al lector a las ideas funestas. Vila-Matas nos seduce con anécdotas curiosas, detalles que no dejan de ser entretenidos y le sacan la lengua al lector masoquista invitándolo a sonreír. Por ejemplo, nos cuenta la excusa que solía dar Juan Rulfo cuando le preguntaban porqué no había publicado nada más después de El llano en llamas y Pedro Páramo. Rulfo decía que se le había muerto el tío Celerino, que era quien le contaba las historias.


¡Shhh!
Cada escritor que deserta posee motivos originales –sorprendentes– para justificar su abandono a las letras. Unos apuestan por el ingenio y el humor (Oscar Wilde, Marcel Maniere, B. Traven). Otros se limitan a no escribir, a no pactar de nuevo con el lenguaje (Arthur Rimbaud, J. D. Salinger, Ludwig Wittgenstein). Casos insólitos no faltan. Clément Cadou, por ejemplo, renunció porque se creía un mueble. «Es que me siento un mueble, y los muebles, que yo sepa, no escriben», pretextaba.

La crisis literaria, ya prevista en la Viena del siglo XIX al aparecer la Carta de Lord Chandos, se agravó a partir de la Segunda Guerra Mundial. El malestar de la cultura, histórico, se generalizó con el ambiente bélico, «cuando el lenguaje quedó encima mutilado», y, claro está, el Síndrome de Bartleby se hizo peste.

Uno de los hallazgos conmovedores del libro es el poema de Paul Celan que se incluye al final de la nota 35, que dice:

Si viniera
si viniera un hombre
si viniera un hombre al mundo, hoy, con
la barba de luz de los
patriarcas: sólo podría,
si hablara de este
tiempo, sólo
podría balbucir, balbucir
siempre siempre
sólo sólo.

Páginas después, la nota 49 cuenta cómo Beckett y Joyce solían reunirse para intercambiar silencios, «Beckett en gran parte por el mundo, Joyce en gran parte por sí mismo», afirma el biógrafo del segundo, Richard Ellman.

Antesala de la melancolía, el Síndrome es un requisito indispensable para entrar al Club Silencio. Y representa, asimismo, un sano distanciamiento de la palabra escrita y sus nefastas consecuencias.

«Sólo en las regiones inferiores consigo respirar», decía Robert Walser, encogiendo los brazos y las piernas igual que un feto (esto último lo estoy imaginando). «No serás nada», se repetía Jules Renard, golpeándose la cabeza hasta sacarse un chorrito de pulpa roja. «Escribir también es no hablar. Es callar. Es aullar sin ruido», susurraba Marguerite Duras. ¡Dedos artríticos, Bartlebys anónimos, basta de letras!

Con sus notas sin texto, Vila-Matas dio en el blanco, nos puso un bozal en la boca, nos encerró. And the rest is silence, queridos lectores.

–Christian Núñez


Bartleby y compañía
Enrique Vila-Matas
Anagrama (serie Quinteto), 2002