28.7.13

biblioteca beckett



Estás en buena compañía.
 

Desde nuestro primer encuentro, comprendí que Beckett había llegado ante lo extremo, que quizás había comenzado por ahí, por lo imposible, por lo excepcional, por el impasse. Y lo admirable en él es que no se ha movido de allí, que, habiendo llegado de entrada ante el muro, persevera con el mismo valor que siempre ha demostrado: ¡la situación-límite como punto de partida, el final como advenimiento! De ahí el sentimiento de que su mundo, ese mundo crispado, agonizante, podría continuar indefinidamente, incluso después que el nuestro desapareciese.

E.M. Cioran, Ensayo sobre el pensamiento reaccionario 


Lo que se sabe de Beckett (1906–1989) es que poseía una de las miradas más tristes del universo de las letras, que él redujo a polvo y silencios, principalmente a raíz de su destierro de Irlanda a Francia durante los años 40 del siglo XX, época en la que empezó a escribir «las cosas que realmente sentía» y a retratar vagabundos y hombres agónicos, deconstruyendo el lenguaje hasta volverlo una masilla de vacío verbal. Durante mucho tiempo, el irlandés no consiguió trabajo y Suzanne, su mujer, lo alentaba a seguir escribiendo, pese a no encontrar editor para sus historias, ajenas a los referentes por esa época surgidos en el territorio francés, como Alain Robbe-Grillet y el noveau-roman o el engagement ético y político de Sartre & Compañía, tendencias que nunca le interesaron y de las cuales se mantuvo tan lejos como le fue posible.

Beckett atravesó una de las peores crisis europeas, de la cual surgieron textos como Esperando a Godot, Final de partida, la trilogía novelística de Molloy, Malone muere y El Innombrable, piezas radicales—Cómo es, Compañía, Rumbo a peor—, relatos, poemas y cartas dirigidas a personas que, como él, querían expresar las angustias del hombre contemporáneo, aunque ni Beckett mismo era capaz de darles una explicación. Sus obras reflejan miseria y jamás ofreció claves para interpretarlas. Se dedicó a taladrar el lenguaje desde el minimalismo, las elipsis, las reiteraciones, el monólogo interno, las carencias, el absurdo, ejecutando una estética de lo menos y peor—«lo peor impeorable»—mediante la cual toda criatura se veía reducida a escombros y cenizas metafísicas, sin remedio, sin redención, sin ojos, sin boca. «Yo trabajo con impotencia e ignorancia», decía.

Algunas anécdotas. Lucía, la hija de James Joyce, estuvo enamorada de Beckett pero enfermó de esquizofrenia, mientras ambos escritores intercambiaban largos e interminables silencios antes que él se marchara de Irlanda. En cierta ocasión, lo acuchillaron y al preguntarle al agresor porqué lo había hecho, éste respondió con un lacónico «No lo sé». Más tarde, un Beckett ya maduro sufriría un cuadro de afasia verbal y, tras reponerse, sólo balbucearía: «cómo decir / esto / este esto / esto de aquí / todo este esto de aquí.» La presencia de pulsiones negativas que desembocan en un solipsismo irracional no sólo nutren su obra, también la envenenan: «De una vez por todas. Todo. Hasta la muerte. Ser liberado de todo. Pasar a lo siguiente. A la quimera siguiente. Este sucio ojo de carne cerrarlo para siempre. ¿Qué lo impide? Cuidado.»

En Breath, su pieza teatral más breve, se oye un «corto y débil lamento» de un recién nacido, al que le sigue inmediatamente la exhalación de un moribundo, sobre un escenario repleto de «basura vertical». Rescato del libro Encuentros con Samuel Beckett, publicado por Siruela, esta confesión: «Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser asesinado. Intentar devolverle la vida… Un día fui a escuchar una conferencia de Jung… Habló de una de sus pacientes, una chica jovencísima… Al final, mientras la gente se iba marchando, se quedó callado. Y como hablándose a sí mismo, asombrado por el descubrimiento que estaba haciendo, dijo:
—En el fondo no había nacido nunca.
Siempre he tenido la impresión de que yo tampoco había nacido nunca.»

En este punto del recorrido cabe formular las preguntas obligadas sobre el ser, la vida, la muerte y la experiencia de estar en un mundo gris, carente de objetivos claros, más allá de la reproducción incesante, el cansancio, el dolor, las enfermedades, el clima, las estaciones y los árboles a lo lejos. Y lo que se sabe de Beckett es que no otorga ninguna respuesta, porque no sabe cómo formular las preguntas. En realidad, sus preguntas están siempre royendo la cabeza de los moribundos bajo la forma de un discurso autófago, haciéndoles compañía para no morir, para no ser abandonados en un parpadeo. Hablan de sí mismos, se revuelcan de dolor, reptan palabra por palabra hasta el punto final, que en ocasiones los regresa al principio. Nacer y morir forman parte del mismo negocio, y Beckett nos deja en bancarrota espiritual. Leerlo es sobrevivir. 

Imagen: Samuel Beckett ca. 1954. 



Publicado originalmente en Origama [15.03.2012]