11.9.13

Tengo una fiesta en mi boca



 
Tengo una fiesta en mi boca
Christian Núñez
  

El Mercado de San Juan es un referente obligado de experiencias gastronómicas. Su oferta de productos de alta calidad lo convierte en uno de los sitios favoritos para expertos y aficionados al buen comer. También para aquellos que, como el autor de esta crónica, les gusta revolverlo todo.


Cuando no hay nada en el refri, hago reciclaje. Revuelvo todo. Jugo sazonador, hierbas finas, salsa BBQ, lo que sea. He vuelto a soñar con mi abuela muerta. De ella aprendí a revolver las cosas. Me dijo en el sueño: hace meses que no te abrazo, cabrón. Pero no quería soltarme. Me asusté un poco. Últimamente he tenido esa clase de pesadillas. Con la abuela muerta, el tío muerto y el abuelo que aún vive, de casi ochenta años, que le puso el cuerno a la abuela con la vecina de enfrente. Llegaba borracho y, aun así, le servían un buen guiso yucateco: frijol con puerco, puchero, queso relleno, chilmole, salpimentado, pan de cazón. Después lo bañaban y al otro día lo mismo. La mayor parte de esas comidas se aderezan con chile habanero. Una vez robé unos chiles en la tienda de la esquina y me madrearon. El tío me arrastró, los devolví entre promesas y humillaciones. Los domingos ponía discos de Amanda Miguel. Éramos una familia feliz. 

Los libaneses emigraron hacia diferentes partes del país a finales del siglo XIX. En Yucatán, pronto ejercieron su influencia en la gastronomía local, que ya había asimilado elementos mayas y españoles. Pero los libaneses fueron más listos. Empezaron a vender telas importadas en el mercado de Mérida e introdujeron el crédito. Se enriquecieron en unas cuantas décadas. Empezaron vendiendo en los portales de granos y luego establecieron tiendas departamentales. Se involucraron en la política. Su participación en la sociedad yucateca es similar a la de los judíos aquí. De modo que mi abuela, sin saberlo, era una chef internacional. Sabía cómo yuxtaponer sabores, insultos, refranes y condimentos. Un poco más y habría sido DJ. Además poseía una memoria prodigiosa, capaz de referir lo que hacía desde que se despertaba, pormenorizadamente, hasta sus diálogos con el carnicero, la señora de los pollos, la tendera, el afilador de cuchillos.

Mi gusto por los mercados viene de ella, y en parte, un poco para exorcizarla, visité el Mercado de San Juan recientemente, con una amiga que vivió en Mérida hace algún tiempo, y que un día se arrojó de unas escaleras. No le pasó nada. Semanas después, mientras veíamos Elegía de un viaje, de Sokurov, cociné otro de mis revoltijos, creo que huevo con longaniza y elotes. Ahora vamos caminando por la calle Regina mientras me cuenta que es adicta a los quesos y apenas ayer entró a un restaurante a comer tapas, con su ex novio, y un señor se vomitó sobre la mesa. La cambiaron de mesa y le obsequiaron una botella de vino Malbec. Pero a mí el señor me valía madres, pedí el cambio de lugar porque había una gorda bien peda diciendo que era la siguiente poeta mexicana del siglo XXI, y pues me dio un chingo de asco, dice. En eso, pasa junto a nosotros una de esas chicas que no sólo les gustan a los hombres, sino a las mujeres también, y salivamos.

El Mercado de San Juan se ubica actualmente en las bodegas de la fábrica de cigarros El Buen Tono, que fuera propiedad del empresario franco-mexicano Ernesto Pugibet, pionero de varios negocios en el país. Precisamente, se ubica en la calle homónima, entre José María Marroquí y Luis Moya, en el Centro Histórico, a cuatro cuadras de la estación San Juan de Letrán. El tianquiztli es famoso por la amplia variedad de productos exóticos que pueden adquirirse en sus pasillos, y porque suele venir a él una fauna diversa, desde políticos hasta intelectuales y artistas. También llegan a sus puestos los estudiantes de gastronomía en busca de ingredientes francamente extraños, que dan un sabor específico a sus platillos. Me recuerda un poco al filme de Greenaway El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante por el ambiente barroco, lleno de estímulos sensoriales, y la nobleza de sus vendedores, siempre atentos a la excentricidad ajena.


Ya una vez adentro nos dirigimos a La Jersey para comer quesitos. En el trayecto me impresiono por la belleza de los conejos despellejados, los pavos, los cabritos onda Francis Bacon. Como Cristina ha venido en otras ocasiones, no le es difícil conducirse por la vida, pide una tabla de quesos y esperamos unos veinte minutos. La tabla está decorada con un higo al centro cortado en seis porciones, varias rebanadas de salami, jamón serrano, chorizo español, queso gouda y otras delicias. Nos sirven vino Tempranillo en vasitos de plástico. Untamos el pan en una salsa de tamarindo y aceite de oliva, que pica mucho si no sabes tratar con ella. Voy documentándome acerca de los orígenes del mercado a través de unos artículos de revista plastificados, que han sido cuidadosamente dispuestos en lo que funge como mesa del lugar. Una señora que vende aguas de guayaba y limón con pepino y chía pasa por ahí. Cristina está cruda, no quiere comer, dice que sólo necesita hidratarse.

Me he terminado una tabla completa y Cristina quiere llevar queso rojo con pesto para no perder el tono. Ya se acabó, se disculpa la mujer que nos atiende. A manera de epílogo, nos dan un postre de queso mascarpone y miel de maple. Caminando por los estrechos pasajes, de vuelta a la exploración gastronómica, encontramos un café atendido por un anciano que no deja de dar vueltas y parece prófugo de Alicia en el País de las Maravillas. Cristina pide un té chai sabor moose maple y yo un frappé. Puta madre, tengo una fiesta en mi boca, cómo lo estoy disfrutando wey, dice, y nos cagamos de risa. Siempre terminamos hablando de lo mismo: el desarraigo y la sensación de no tener ya mucho tiempo para planear nuestra vida, los fetiches literarios, las relaciones familiares y, por primera vez, le cuento sobre mi amor platónico, una lolita tabasqueña que conocí cuando tomaba clases de dibujo en el Centro Estatal de Bellas Artes. Cristina quiere ir al baño.

Reviso mi celular. Veo dos llamadas perdidas de un cuate que conocí en Mérida unas semanas antes de venir al DF, afuera de una galería de arte. Supuestamente trataba de pasar inadvertido y no le salía muy bien. Esa noche me mostró su credencial del ejército y me contó varias historias de balacera y narcotráfico. Nos emborrachamos cada fin de semana en lo que decidía mi futuro. Comprábamos cervezas en el OXXO y cruzábamos al parque de Santa Lucía, en el centro histórico de la blanca ciudad. Hacíamos tour etílico. Le gustaba tirar graffitis y quería ser diseñador. Le regalé varios libros de diseño y publicidad, algunos DVD’s, catálogos de artes visuales y un disco de Damien Rice que le obsequió a su odontóloga. Pues bien, ha vuelto provisionalmente a su casa en Cuautitlán Izcalli, le explico a Cristina, lo voy a ver en Bellas Artes a las cinco. Pero nos reunimos la próxima semana, tenemos pendiente Sátántangó: siete horas y media, le digo.

Salgo del mercado y mi abuela está sentada allí, esperándome.



 Imágenes: Ricardo Castro.

Publicado originalmente en La Semana de Frente [28.08.2013]