7.6.17

¿el retorno de la sensibilidad camp?


Al parecer, las relaciones entre el camp y la cultura de masas se han estrechado.


La culpa de todo la tiene Platón, quien desde sus Diálogos ya establecía una clara dicotomía entre original y copia, bello/sublime y feo/deforme. Y quien, a fin de cuentas, planteaba ya en sus escritos un odio acérrimo contra los sofistas griegos: esos creativos publicistas de la palabra que defendían la relatividad de las categorías, costumbres y estéticas imperantes. La sensibilidad camp se opone, como ustedes imaginarán, al elitismo del arte refinado. Postula una guerra de clases, una línea divisoria, una trinchera que defiende la exageración, lo artificial y el sentimiento de ternura fallida. Lo cursi, pues. Si Sontag era una intelectual confiable o no, si defendía subrepticiamente los valores de la alta cultura, si se deleitaba en el tufo camp que desprendían sus mejores expresiones—eso, amigos, es tema de otro cuento.

Juan Gabriel, quien a raíz de su muerte reavivó una polémica en torno a su estilo de composición, a sus aleteos barrocos y a la exageración engolosinada de sus estribillos, es un ícono dispuesto para el tema. «Muchos ejemplos de camp lo constituyen cosas que, desde un punto de vista serio, son mal arte o kitsch.» En esta frase de Sontag se sintetiza la esencia del estilo que Juanga ostentaba y presumía: el amor a lo exuberante, la búsqueda de lo sublime artificioso, cohetes y trompetas incluidas. José Amícola lo acota de modo distinto: «El camp nace como un guiño al ghetto homosexual que aúna la parodia de la idea de lo femenino según aparece en la mente masculina, con la entronización de un gusto nostálgico del pasado (en busca de la imagen de la Madre).» ¿Y acaso la canción Amor eterno, del Divo de Juárez, no es justamente eso?


Ahora que la androginia se impone y la lucha por la diversidad sexual funciona como slogan guerrillero, revisar el camp no es tan mala idea. Desde El lago de los cisnes de Tchaikovski hasta El beso de la mujer araña de Manuel Puig, pasando por la histeria performática de Lady Gaga o los encendidos ensayos de Bruce Labruce y la filmografía de John Waters, las expresiones de lo camp demuestran que la alta cultura no posee el monopolio del refinamiento. Eso por un lado, ya que el desgaste del canon clásico engendró un álbum de postales infinitas. Casi podríamos afirmar, parafraseando a Wittgenstein, que los límites de mi mal gusto son los límites de mi estética. Gracias al camp (y a su primito provinciano, el kitsch), la oferta cultural se diversifica, surge una apreciación irónica de la vida cotidiana y fenómenos residuales como el de Valeria Lukyanova—alias la Barbie de carne y hueso—desvanecen la delgada línea rosa entre original y copia, como dijera Platón.

Y eso, francamente, ¿a quién podría hacerle daño?